Trieste

Trieste es una ciudad del norte de Italia, en el Adriático, a pocos kilómetros de la frontera con Eslovenia, cuando este país es apenas una franja que separa Italia de Croacia. Como ciudad fronteriza y en la convulsa historia desgajada de condados y señores de la guerra que es la historia de Italia y de la Europa del Imperio, Trieste tiene varios nombres: en esloveno, Trst, en friuliano y en alemán, Triest… Ha sido habitual moneda de cambio y ha formado sucesivamente parte de Italia o del Imperio Austro-húngaro. Su nombre, en castellano y en italiano, suena a melancolía, a lluvia, a frontera, a borde.

Ese es el título con el que Dasa Drndic nos presenta una novela desgarradora, que se va haciendo más desgarradora a medida que avanza el relato. La primera parte cuenta la historia de una familia judía que vive a caballo de la frontera, que son eslovenos e italianos, que conocen el alemán y hablan italiano, una familia acomodada que sufre con los vaivenes de la primera guerra mundial y van creciendo, haciéndose mayores, teniendo hijos que sufren, que disfrutan, que se espabilan. Pero de repente, empiezan a verse privados de sus derechos por el simple hecho de ser judíos. Como muchos otros, deben hacerse el carnet del partido fascista de Mussolini para poder trabajar, para seguir dando clases o seguir en una empresa de representación de paraguas.

Y la narración de la familia discurre hasta la hija, Ada Tedeschi, que tiene un hijo a raíz de su relación con un oficial alemán destinado en Trieste. Hasta aquí la historia no deja de ser hasta cierto punto, convencional. Pero a los seis meses de maternidad y cuando la guerra parece entrar en su resolución, con las derrotas de los países del Eje frente a los aliados, su hijo, Antonio Tedeschi, desaparece. Ada ve interrumpido su papel de madre. Ya nunca lo volverá a ser; nunca volverá a confiar en un hombre.

En esta segunda parte, se empieza a indagar en el horror del holocausto, en lo que representa la memoria histórica y la importancia de mantenerla, de llamar a las cosas por su nombre. En Italia también hubo campos de concentración y muy cerca de Trieste se encontraba la arrocera de San Sabba, una fábrica convertida por los oficiales de las SS en un campo de exterminio. En el libro aparecen los nombres de los cerca de 9 000 judíos asesinados en Italia mismo o deportados a otros campos de exterminio. Es un listado de nombres, a tres columnas y con tipografía pequeña, que ocupan 70 páginas del libro. Desde el punto de vista editorial o comercial, esto representa una pequeña agresión al lector, un texto intrascendente, vacuo. Desde el punto de vista humano, representa un imperativo moral, una necesidad de homenaje a esos muertos que sufrieron el holocausto nazi.

Viviendo en un país donde constantemente se tergiversa y se pisotea la memoria histórica y se banalizan los 40 años de dictadura atroz que vivió este país, resulta enormemente gratificante la valentía de acometer un proyecto de este tipo. La valentía de la autora, por supuesto, pero también la valentía de una editorial independiente -Automática Editorial-, de poner en circulación un libro que debería de ser obligatorio en los institutos. Porque, ¿conocen nuestros jóvenes lo que representó el holocausto? ¿Se pueden llegar a asumir las dimensiones de aquel crimen? Libros como este ayudan a ello, aunque uno no deje de mostrar estupor al recorrer sus páginas.

Schwarzenegger

Mi padre fue nazi, pero mira qué músculos.

El libro además ejerce ese papel recordatorio tan necesario, poniendo nombre y apellidos a algunos de los cómplices necesarios. El padre de Arnold Schwarzenegger fue un soldado raso del Tercer Reich, con lo que le quitaba importancia a su participación en el holocausto. Después de Vietnam, después de Irak, todos sabemos lo que un soldado raso puede hacer en una guerra como aquella. El padre de Madeleine Albright, la antigua secretaria de estado de USA, participó de manera activa en la guerra, aunque no encontrarán rastro de ello en Wikipedia. La connivencia del estado «neutral» suizo, tanto en la acumulación de los réditos de la guerra, del expolio de las gafas, de los dientes de oro, de las pertenencias de los individuos eliminados, como en la permisividad con los propios transportes: muchos de los deportados desde Italia pasaron por Suiza, utilizaron su red de transportes, fueron custodiados y protegidos por el gobierno. O la Cruz Roja, y su firme voluntad, ejercida desde sus inicios, de no participar. Pero ¿es posible declararse neutral si no lo intentas evitar? ¿No es esa permisividad una manera de convertirse en cómplice?

En este apartado, el libro recuerda a otros libros testimonio, como los del nobel Aleksander Solzhenitsyn sobre los gulag y las deportaciones soviéticas y, en algunos puntos, aunque sin el vitriolismo irónico de este, a La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño, un listado de nombres con una somera biografía. En este caso, los nombres son reales, responden a su participación en los hechos y uno, como lector, no puede dejar de sentirse abrumado por las cifras. Personas responsables, directa o indirectamente, de la muerte de medio millón de seres humanos. Personas capaces de reventar sistemáticamente la cabeza de niños que llegaban a los campos junto a sus padres. Personas que se dedicaban a cabalgar con su caballo blanco a diario y disfrutaban disparando a otras personas por el simple placer de la caza, del deporte, porque podían. Todo un sistema complejo, estudiado, de transportes, unos esfuerzos dedicados exclusivamente al exterminio. ¿Cómo pudo suceder? ¿Cómo se sostiene todavía aquello de «No sabíamos nada»?

El papel de la iglesia también es clarificado a lo largo de las páginas del libro. Primero, en el desenmascaramiento: Ratzinger es denominado con el sobrenombre de «Rottweiler», que se le puso durante la guerra, cosa que elimina cualquier atisbo de inocencia. Pero no solo eso; la iglesia como institución participó activamente en el robo de niños como el de la historia que nos ocupa, Antonio Tedeschi, o Hans Traube, como él creía que se llamaba. La Iglesia Católica, la institución así denominada, ayudó al régimen nazi bautizando a los niños robados y convirtiéndolos en católicos. Una vez acabada la guerra, el propio Juan XXIII, conocido como el «Papa bueno», instaba a las diferentes parroquias y diócesis a no hacer públicos los documentos en los que se registraban los bautizos, a no ayudar en las investigaciones para devolver a estos niños, en la medida de lo posible, a sus familias. Y

paco

Sí, sí, Francisco, tú también. 

ese secretismo, esa voluntad de no ceder, no es una cuestión del pasado. Entronca con la memoria histórica puesto que esa decisión llega hasta nuestros días. Los que han conocido su verdadera historia no lo han hecho gracias a la difusión de los documentos eclesiásticos que, Papa tras Papa, siguen empecinados en mantener una institución que larva el mal en su seno, a través del goteo de casos y más casos de pederastia, y por su complicidad con las más sanguinarias dictaduras, desde África, a Latinoamérica y Europa.

La lluvia en Barcelona

La lluvia, como accidente meteorológico, funciona de manera desigual en esta ciudad. Ya saben el dicho, que nunca llueve a gusto de todos. Pues bien, en Barcelona, esa máxima no es ya indicio del gusto de sus habitantes, sino que la propia ciudad se rebela ante lo que representa una cruel injerencia en sus asuntos cotidianos, que solo lucen con el sol vibrante del mediodía, o con el gusto salobre del aire húmedo del mar. Y el aire, cuando llueve, no es salobre sino áspero y emponzoñado del olor a tierra.

Barcelona en los días de lluvia se vuelve gris de tal manera que resulta difícil distinguir la mancha de lo limpio. Los semáforos incluso se envilecen y se declaran en huelga. El tráfico, por lo demás caótico a diario, se convierte en una trampa infernal para el desaprensivo usuario del autobús que ese día, en previsión, ha decidido utilizar el transporte privado. En los trabajos, la gente está de mal humor, porque los alegres habituales (motoristas y ciclistas) han tenido que abandonar su transporte habitual por el metro, que rezuma gente por las puertas, como un mecanismo mal engrasado. Los ancianos, doloridos por el reúma y la artrosis, utilizan sus últimas fuerzas para arrebatarte el paso protegido bajo los aleros. Los padres de familia ven su día modificado porque no pueden llevar al parque a sus retoños, embarrados hasta las cejas por la novedad que cae del cielo.

La falta de costumbre aviva las sospechas de malestar generalizado, dolor de cabeza, dolor localizado de las articulaciones y en la garganta, boca seca y una disminución significativa de los reflejos en los funcionarios, que anuncia una próxima baja. Y esas sospechas alimentan la preocupación. Y la preocupación, como todo el mundo sabe, hace disminuir las defensas y las sospechas se convierten en evidencias al día siguiente, si vuelve a llover, o al día siguiente si debes hacer alguna gestión en algún lugar público y aguantar las eternas horas de cola por las bajas sobrevenidas.

La lluvia en Barcelona es una catástrofe de la que solo disfrutan los vascos y gallegos expatriados. Estos últimos, desde sus bares o sus taxis.

gallego bajo la lluvia

Escoger el momento

A lo largo de la vida, uno va sintiendo a veces sus pasos pesados, con huella. En ocasiones, esos pasos se vuelven ligeros e intrascendentes. Durante un tiempo, eso está bien; te hace seguro de no molestar, de no causar malas digestiones a los que te rodean. Pero a la larga, puede parecer que tu paso por el mundo ha sido más un sueño que una realidad, un figurar más que un hacer en su sentido estricto. Observador y no actor. Y eso, a veces depende en gran parte de las habilidades de cada uno, de su capacidad para destacar (o no), por encima de los demás, de la constancia o tenacidad, de la consistencia de sus aprendizajes o la inconsciencia de sus actos. Pero otras muchas veces, apenas es un esquilmado reflejo de la realidad. Eso que podemos caer en denominar sin alejarnos demasiado de la verdad, como oportunismo.

El oportunismo, como todo el mundo sabe, es la capacidad de saber estar en el momento adecuado en el lugar adecuado. Esa gente que siempre encuentra el alero bajo el que cobijarse durante el aguacero. Aquellos que tienen el olfato para seguir a sus congéneres cuando hay que seguirlos y detenerse en el momento en que se van a despeñar por un barranco.

Esta semana murió Günter Grass, premio nobel, alemán e ínclito integrante de las SS en su juventud. Durante muchos años, se ha considerado que su primera obra, El tambor de hojalata, es una obra caudal de la refundación de la Alemania post Segunda Guerra Mundial, una especie de pica de Flandes sobre la que empezar a construirse como nación, a asumir el pasado y apechugar con un presente que no acababa de arrancar. A partir de ella, tres más; una cada dos años, para culminar la refundación de la nueva Alemania. 

Más allá de la indudable calidad de su obra como escritor, me parece importante que, en estos tiempos de banalización de la cultura, reflexionemos sobre la manera en que la opinión de los prescriptores se dedica a construir la futura historia. La importancia del libro seguramente pueda entenderse más bien como reflejo de un momento social que como espita iniciadora del mismo. Es decir que, para que esa novela emerja como fundamental para entender un movimiento, tal vez ese movimiento hubiera empezado ya a fraguarse mucho antes y no solo existiera ya en el momento de publicarse la novela, sino que fuera algo evidente a simple vista. 

Pero, a lo que vamos: el bueno de Günter supo estar en el momento adecuado cuando fue necesario. En un momento, a un lado; en el siguiente fotograma de la historia, en el contrario. Salvando las distancias en nuestro país, que pasamos por lo mismo pero sin la elegante imaginería nazi, varios escritores adictos a la causa fueron perseguidos ―es un decir, claro; como mucho, un tirón de orejas― por la censura. Así, a bote pronto, se me ocurren Camilo José Cela y Torrente Ballester.

El caso de este último resulta muy ilustrativo para el asunto que nos ocupa, ya que era dueño de unas ideas que en la siempre dura lucha política, fueron cayendo en desuso hacia 1950. Las ideas falangistas ―o nazis, que no deja de ser muy parecido― hubieron de dejar paso a las nuevas ―o viejas― tendencias del Opus Dei, que empezaron a copar los ministerios y, en general, cualquier puesto cerca de la oreja de Franco. Como consecuencia, los censores dejaron de ser falangistas para ser curas, de la diócesis o afines. Las novelas de Ballester, llenas de individualismo y sexo, empezaron a ser mal vistas y tuvieron que pasar por la censura. También las de Cela. Eso los convirtió en héroes de la democracia, al lado de los muertos Machado y Lorca. Evidentemente, no están al mismo nivel, ni en cuanto a su actitud ante la vida ni a su obra. ¿Quién se acuerda hoy de Torrente Ballester?

Günter Grass, como tantos otros, también supo escoger su momento. Solo cabe poner en solfa, aunque no haga tanta falta porque en Alemania los periodistas preguntan, todos los datos para juzgar a un personaje. Y con los escritores y otras personas que viven de sus opiniones, los detalles importan.

Apuntes sobre escritura. El artículo

El artículo es un género periodístico (más que nada porque se suele publicar en prensa), en el que el autor expone su opinión sobre algún tema de interés (general o particular). Para escribir un buen artículo no es necesario ni que el tema sea del todo general (es decir, interese a muchos), o que, aunque interese a pocos, sea de alta intensidad (es decir, a los pocos que interese, interese mucho; es decir, sean unos freaks de cuidado). Pero sí es necesario generar un interés sobre lo que se va a decir. A veces eso se consigue con un buen título que enganche, o simplemente teniendo una legión de seguidores. Esto último no garantiza que te vayan a leer una segunda o tercera vez. Pero sí hay varias cosas que considero fundamentales para escribir un buen artículo.

La primera de ellas, es que la sucesión de las reflexiones sea progresiva, vaya enlazando los párrafos hasta llegar al final, en el que se expone la tesis. Como todos los buenos decálogos de escritura, este se puede romper a la primera exponiendo la tesis en el párrafo introductorio.

La segunda podría ser que el tema suscite algún tipo de polémica. Si algo de lo que opinamos es común y no tiene discusión, no vale la pena tratarlo. ¿Para qué? Mejor dedicarse a otros menesteres. Pero si algo es polémico, o mejor aún, minoritario, estamos empezando a tener entre las manos un artículo redondo, la piedra filosofal de nuestra sociedad en forma de semanada de diario nacional de gran tirada, la aspiración de todo escritor que se precie: tener una columna en El País.

Si estas dos premisas anteriores se cumplen, necesitas una tercera que conceda el prestigio, la varita mágica de la veracidad, el contraste tupido de la historia: una cita. De alguien realmente importante, me refiero, una mente preclara de su tiempo. Hay que escogerla bien, no tanto por lo que diga, sino por lo que el personaje puede representar. Puedes tomar a alguien que tuvo una vida agitada, pensó mucho y soltó alguna que otra genialidad, y que resulte que luego también se equivocó mucho. Y no solo eso: tuvo el carnet del Partido Comunista en su juventud. Al traste todo el artículo.

Por último, queda la guinda del pastel, el cierre culminante que represente a la vez la esencia perfecta de la reflexión, conceda la razón al articulista (o sea, tú, autor) y, además, engarce perfectamente con alguna idea del principio, para que ese final que toca el principio sea también un trasunto de la vida, ese resquicio por el cual la artesanía, el saber hacer algo bien, se convierte en arte, en algo sublime e inaprensible a lo que solo algunos tienen acceso.

Así que, con estas breves indicaciones y parafraseando al gran poeta Josep Maria Fonollosa, podeís empezar, pues, a escribir vuestro artículo.

La última fiesta

Siempre he oído comentar que algo, un indicio, un gesto, una noticia, fue la señal de que la fiesta había terminado. Lo he leído en Maruja Torres hablando del infarto de su amigo Terenci, en Gore Vidal hablando de su media botella de whiskey diaria, y casi siempre, referido, como en los clásicos, al inevitable tempus fugit. Mediante este blog pretendo escribir mis reflexiones, como verán ustedes, teñidas a menudo de un hálito de pesimismo, a veces jocoso, descreído, y otras veces fúnebre y gris. Depende del día. Así es la novela que trato de acompañar, mi primera novela. Una obra recorrida de un humor voluntarioso, que pretende arriesgar una sonrisa ante el irredento mundo que nos envuelve. Y para ello, qué mejor que recurrir a la figura descastada de Peter Sellers, un personaje a medio camino entre la melancolía y la hilaridad, que incomoda y descojona a partes iguales.

Espero, pues, sus ánimos y su hombro en este largo camino que supone entregar una obra a la imprenta (o al world wide web, eso es lo de menos).

Un efusivo saludo.

Alberto

Las últimas fiestas

Dice Sánchez Ferlosio que ‘Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes’. Valga esta frase para iniciar un breve recorrido por lo que se denomina, en términos generales, hacerse mayor. A medida que uno avanza en la lectura de las aventuras de Sherlock Holmes, uno descubre que sus vicios apenas se reseñan al principio de su actividad. Después, las alusiones de Watson se mueven entre lo ambiguo, pero no clarifican más allá del humo denso de sus pipas o de los arriesgados experimentos químicos. Tal vez se preocupe por la salud y haya ya aparcado los excesos de la loca juventud.
Alejandro González Iñárritu
Iñárritu, el insigne director de ‘Amores perros’, vuelve a la carga con la enésima reinvención de Michael Keaton, el que fue Bitelchus, el que fue Batman y ahora es un hombre pájaro del que nadie parece acordarse. Y en la entrevista que le hacen en El País, no para de aludir a un lejano viaje de juventud, a bordo de un barco llamado Toluca, con el que ascendió por el Mississipi, llegó a España, a Marruecos, a Italia… La sensación que recorre el texto es que las luces de la fiesta están a punto de apagarse. Y sin embargo, sigue trabajando, buscando, rodando películas en la desembocadura del Bow, a 30 grados bajo cero. Alejandro G. Iñárritu ha pasado la frontera de los 50 años.
El próximo serás tú
En Verges, un pequeño pueblecito de l’Empordà, se sigue celebrando un atávico vestigio de otros tiempos: la Danza de la muerte. Es un vestigio porque hubo un tiempo en que este tipo de danzas eran muy celebradas por todos los rincones de la vieja Europa. En ella, los diferentes personajes van desfilando ante la muerte. Todos y cada uno de los integrantes de la sociedad se enfrentan, igual de despojados, igual de solitarios y desnudos, ante la muerte. Y es una fiesta popular porque la gente humilde se vanagloria y celebra que, en ese duro y último momento, no valgan castillos ni blasones, ni mútuas privadas ni cuentas en Suiza. A esa última fiesta llegamos solos y todos llevamos la invitación en el bolsillo.

Winter Sleep

De algunas películas, uno se queda con una sensación de agradable bienestar que le recorre el cuerpo. Mientras se degusta esta película turca de una factura impecable, uno va sintiendo cómo la mente se impregna de ese estado, como si fuésemos un vaso que se va llenando. Todo en esta película va creciendo como si estuviésemos accediendo, desde el truco de la sala a oscuras, a un fragmento de la vida. A medida que la película avanza, uno va simpatizando con los personajes. Desde el protagonista, que se presenta como un sufridor, dedicado a escribir, a crear trabajo, a vivir su vida de rico en un entorno deprimido de la manera más honesta posible (él no tiene la culpa de ser rico), hasta enfrentarnos con un individuo que bajo esas maneras apaciguadas, dulces, vive en una frustración constante por no ser capaz de contentar a todos, por no ser capaz de imponer su esencia (que se esconde bajo su comportamiento) al resto de personas. Su despótica urbanidad, su amarga condescendencia hacia su joven esposa, su tolerancia sumisa y falsa para con su hermana divorciada a la que ofrece un refugio cuando en realidad ella tiene el mismo derecho que él a vivir en ese lugar, su aparente comprensión hacia los problemas de su comunidad pero su intolerancia contra la precaria higiene a la que empuja la miseria, llenan esta película de pequeños detalles que enriquecen el universo que la conforma. 

Todos y cada uno de los detalles se van insertando como en un rompecabezas para construir aquello que los que nos dedicamos a la ficción, llamamos verosimilitud. La progresiva llegada del invierno, que al principio es un viento, una rojez en la cara, una subida de cuello en el interior cálido junto a una estufa o la puesta a punto del coche para afrontar la dura estación, acaba cuajando en una fuerte nevada, que aísla más todavía a los personajes y los confronta no solo a la dura realidad que los rodea, sino a un desafío todavía más auténtico: ellos mismos. Los personajes deben afrontar sus  problemas con aquello con lo que cuentan, apoyándose los unos en los otros, aquello que han sembrado, mientras la descarnada belleza de la Capadoccia se va cubriendo de un manto blanco cruel e impasible, de un estatismo exasperante. 
Por esto, Winter Sleep es una película que, a través de la minuciosidad en la recreación de un universo posible, permite acceder a algunos de los secretos mejor guardados de la ficción: el punto de vista del autor y la construcción de los personajes. La opinión del espectador se modifica a medida que avanza la acción,  mostrando lo necesario para que un personaje sea simpático o retorciendo el discurso hasta que eso mismo por lo que el personaje ha caído en gracia lo transforme en un ser odioso. Y uno, como espectador se siente cómplice de ese proceso, a ratos culpable por haber considerado a un personaje culpable y en otras ocasiones culpable por haberlo considerado un déspota sin haberse detenido a contemplar qué era lo que lo empujaba en una u otra dirección. Rara capacidad en estos tiempos de sombras y grises la de empujar a la reflexión, al detalle, a las cosas pequeñas.

Fama

Hoy, después de mucho tiempo, me he decidido a escribir de nuevo en el blog. Una entradilla que dijese algo de mí y que a la vez fuese ligera, entretenida, que se pudiese leer, vamos. Y empecé a pensar en toda la gente que conozco, en las personas que se han cruzado de alguna manera en mi vida y en lo efímero que es el paso por el mundo. Y claro, la pretensión de este blog, ¿cuál es? Tal vez la de todos: darse a conocer, profundizar en las opiniones de uno y ponerse frente al teclado, como llevo haciendo cada día desde hace ya unos cuantos años y alcanzar un poquito de difusión, un ápice de notoriedad, la pizquita de fama que alguien, mediante la escritura, se puede granjear de aquellos que lo leen. Es por eso que he decidido escribir sobre los diferentes cruces que a lo largo de mi vida, se han dado con personas que han llegado a alcanzar algo de eso que denominamos fama.
Un día escuché a Juan Luis Cano en la radio diciendo que él había ido en el mismo vagón de metro que Mayra Gómez Kemp. Ahora que ya casi nadie se acuerda de ella, puedo decir que yo soy amigo de alguien que vio a Alfredo Landa paseando por la calle. Fue en Granada, paradójicamente, en el Paseo de los Tristes. Rodaba allí una de sus últimas películas, creo recordar. 
En San Salvador, vi a Mágico González firmando autógrafos en un centro comercial. Paseando por Montjuic, Pedro Delgado me esquivó con la bici. Iba él solo, algo despistado, antes de la salida de la ya desaparecida Escalada. Ya había pasado el prólogo de Luxemburgo donde llegó tarde, pero su actitud parecía la misma. 
En Granada también, fui alumno de Luis García Montero y asistí a sus clases con deleite mientras me perdía sus incursiones políticas. Volviendo de Londres, en uno de esos momentos en los que el pánico me atenaza, justo al traspasar la portezuela del avión, sentí algo de alivio al observar que en primera fila viajaba Morgan Freeman. Esto no se cae, amigos; aquí viaja el presidente de los Estados Unidos, pensé yo. El primer presidente negro, no ese impostor de Obama.
En Razzmatazz 2, un domingo por la mañana, hicieron un concierto para niños en el que tocaban varios grupos para ellos y una cantante anglosajona venida a menos que ahora no recuerdo para nosotros. Es igual, no era con ella con la que me sentí impregnado de ese halo de estar cerca de la fama por unos segundos; entre el público estaba el actor hispano alemán (o germano-catalán, no sé muy bien) Alex Brendemühl.

Un día, tuve que llamar la atención a Joan Herrera, el insigne político d’Iniciativa – Els verds, para que dejase libre la pista de squash. Había rebasado su hora. En la Mar Bella, uno de esos lugares de Barcelona que están a medio acabar, vi a Celades (el ex-jugador del Real Madrid) jugando apasionadamente a ping pong con un amigo.

Unas vacaciones fui a Málaga con Laia, mi compañera, con la intención de llegar hasta Tarifa en un coche alquilado. Como no habíamos reservado y era Semana Santa, allí no había ni un triciclo libre. La amiga de Tarifa que íbamos a visitar trabajaba en el restaurante de Ana Torroja, que muy amablemente convenció por teléfono al señor alquilador de vehículos de que SÍ tenía, casualmente, un coche disponible.

Tal vez me deje algo, como el año que el exfutbolista del Barça, Óscar García Junyent, compartió una valiosa hora cada dos o tres días con nosotros en la facultad o el novio de una amiga, que habló por teléfono con Keanu Reeves. Pero todavía me queda por escribir lo más importante de todo: una vez, en la cafetería de una estación, le serví un cortado a Antonio López, el pintor de membrillos.
Foto de twitter (@lwtuaznar) donde aparecen unos membrillos,
especialidad de Antonio López.

Minucias

Bio ahora es Activia
Estaba yo pensando, cosa que trato de hacer habitualmente para no perder el hábito, en las pequeñas cosas que se han ido modificando a lo largo de mi vida. Y entre esos recuerdos, aparecieron aquellos yogures de la infancia, cremosos, de un sabor suave e intenso. Danone, eran; este es mi blog y creo que puedo decir lo que me venga en gana. Eran, la verdad, realmente buenos, o al menos así los recuerdo yo, con su desnudo etiquetado en blanco y azul, sin cartonaje, en agrupaciones de a cuatro. Luego, a cierta altura de la adolescencia, aparecieron los Bio, con su característico verde intenso, que al principio asustaba un poco, un color ciertamente agresivo para el envoltorio de un yogur. Y los yogures de siempre, empezaron a asemejarse poco a poco a algo muy similar a una puta mierda. El gusto empezó a desvanecerse, el suero fue aumentando paulatinamente su presencia hasta dejar de ser ese traguito gustoso previo al primer ataque de la cuchara para convertirse en un problemón si no tenías un desagüe cerca. 
Entonces pensé que tal vez, en su afán investigador, los ingenieros químicos de la conocida marca de yogures (es Danone, por si os habíais perdido antes), tal vez no descubrieron un producto mejor, una nueva bacteria que digería mejor la lactosa y transformaba la leche en yogur con una sabiduría y un estilo nunca vistos con anterioridad, sino que habían descubierto una que lo hacía peor pero más barato, aumentando en gran cantidad el peso final del producto aun a costa de aguarlo y, simplemente, cambiaron el envoltorio del producto primero y pusieron el nuevo con la etiqueta de uno que ya tenían, el único, su producto, El Yogur. Y para darle empaque, tradujeron el nombre de lo que ya fabricaban: lactobacilus bifidus. Pero no, seguro que no fue así.
Más adelante, con algunos años más en el zurrón, paseaba por alguna de esas ciudades castellanas rodeadas de llano y me preguntaba por qué coño se dedicaban a construir a cinco o diez quilómetros del centro si a quinientos metros había unos solares estupendos esperando que entrasen las excavadoras. Me decía si no sería un tic de gran ciudad, con urbanizaciones a cierta distancia en las que obligatoriamente has de tomar el coche hasta para ir al lavabo.Y alguien me tuvo que explicar que construían así, de fuera hacia adentro, porque en tal caso eran esos pisos del extrarradio los que marcaban el mínimo. Por aquel entonces, el concejal de urbanismo era primo del que construía, claro, así no venía nadie a los tres meses de iniciar las obras en el quinto pino y levantaba otras al ladito del Corte Inglés. 
En fin, que lo de las preferentes no se inventó ayer y Urdangarín no habría hecho nada si no fuera por esos correos infames que violentaban la confianza de una Grande de España, los contratos en negro de hasta sí mismo y el desvío de unas mínimas decenas de millones de euros a paraísos fiscales. En realidad, al trullo no tendría que ir el que pone un precio exorbitado a una mierda (no querría yo ver a Ágata Ruiz de la Prada en prisión, desde luego; como mucho, en arresto domiciliario), sino al que compra una mierda con un dinero que no es suyo. Vaya, que me ha dado hoy por pensar en las intrincadas minucias del gato por liebre.  

Holocausto

Jan Karski, sin las cicatrices en la cara por la tortura a la que
 lo sometió la Gestapo
Con un título tan demoledor, simplemente me gustaría establecer una reflexión sobre el papel del arte, un ladrillo más (espero que no literalmente) en la eterna reivindicación del arte como modificador del comportamiento humano o simplemente la manifestación externa de ese comportamiento. En el caso de la escritura, que es el único arte al que  pretendo acercarme como autor, la línea que separa la creación pura de la mera descripción, el Arte de la artesanía, resulta siempre de una finura casi inaprensible, hasta el punto de que la realidad de los hechos llega a carecer por completo de importancia. 
Una de mis últimas lecturas ha sido la explicación del papel de la Resistencia polaca durante la ocupación nazi por parte de uno de sus protagonistas, Jan Karski. El paseo por sus páginas ha resultado ser apasionante, asistiendo a hechos que solo pueden ser fruto de la realidad, contados con un estilo sencillo y a la vez terriblemente certero. Se le concede ser el primero en dar a conocer ante el mundo las atrocidades del ejército de Hitler y en atribuir la culpa, aunque fuese someramente, a todo el pueblo alemán, por acción o por omisión y, un poquito, al resto de potencias aliadas, que si no entraban a pararle los pies a Hitler, debía ser por desconocimiento de sus acciones. Quien en 1942, en Europa, ignorase esas acciones es que no ponía mucho de su parte.
Hay dos capítulos de los más de treinta con que cuenta la obra, en los que Jan Karski se detiene a describir la vida en el gueto de Varsovia y la manera como se ejecutaba la solución final. Nunca, en la infinidad de películas sobre el holocausto judío, he podido identificar esa manera tan cruda, tan brutal, tan espeluznante. El campo de concentración era el de Belzec, aunque en las notas se dice que tal vez fue un error y el campo era otro cercano, Sobibor o Treblinka. En cualquier caso, en aquel campo los alemanes se habían ahorrado incluso la instalación de hornos crematorios o cámaras de gas. El campo estaba en un descampado cuyos barracones estarían preparados para albergar a unas 1.500 personas. Karski afirma que el día que él se infiltró debía de haber más de 4.000. Los judíos (y también zíngaros, como dice Karski) que pasaban unos tres o cuatro días en el campo, no habían recibido ningún tipo de agua o comida durante ese tiempo. Algunos cadáveres se repartían entre el fango. De repente, a cierta hora de la mañana, el comandante del campo reclamaba mediante la estridente megafonía a los judíos que se aprestaran a subir al tren, al que se accedía por un pasillo entre la alambrada, custodiado por diferentes guardias y perros. A parte de las palabras, que prometían un traslado a un campo en mejores condiciones, también se realizaban disparos, que al ser lanzados hacia la multitud, siempre encontraban carne donde morder y la azotaban como si de una marea humana se tratase. Los judíos se amontonaban y se apretaban, corrían por el pasillo hasta llegar a las puertas del tren, donde los alemanes les volvían a disparar para que refrenasen en cierta medida sus ansias y nadie se fugase. Los vagones, con una capacidad para unas 40 personas de pie, llegarían a albergar entre 120 y 130. El proceso duraba horas, puesto que el tren era el más grande que Karski había contemplado jamás, con más de 50 vagones. El número de víctimas resulta aterrador si uno se pone a multiplicar. Por vagones, por días, por meses, por años… Las puertas se cerraban entonces sobre los miembros de los que habían subido los últimos. Afuera, decenas de víctimas yacían inertes, a medio camino del convoy letal, por disparos, por asfixia o pisotones, por debilidad acumulada. 
La crueldad culminaba ya en la oscuridad del interior, impregnado cuidadosamente con cal viva. Cuando el hacinamiento empezaba a subir la temperatura y la humedad del sudor y la carne entraba en contacto con la cal viva, esta empezaba a hervir. El convoy avanzaba lentamente, sin prisa, unos 130 o 140 kms, hasta llegar a ningún sitio en mitad de la llanura polaca. Tres o cuatro días después, otros destacamentos de judíos, estos sanos y jóvenes, los pocos que quedarían ya, vaciaban los vagones. En el interior no debía quedar ya más que carne en descomposición mezclada con los harapos. Todo ese amasijo lo enterraban en grandes zanjas que iban cambiando a medida que se llenaban.  
Nada, de lo visto o leído por mí hasta ahora, supera esta narración de los hechos. 
Y mi duda, en estos momentos, y a la luz del testimonio de Karski, de la dificultad de que la narración de unos hechos tan atroces, que no sólo buscaban el exterminio, sino la desnaturalización de todo un pueblo, la deshumanización de una raza (¿es una raza, el pueblo judío? ¿El judaísmo no atañe a las costumbres religiosas?), es si quedará su testimonio en los siglos venideros, si algún día, cuando yo le explique esto a mis hijos, no lo escucharán con el mismo sano escepticismo de quien vive confortablemente y piensa que el otro exagera.  
Por otra parte, no hay mayor reflejo de la determinación de ese exterminio que un episodio que aparece en la película de Polanski sobre el best-seller del pianista Szpilman. Un oficial de las SS, enfadado, con un mal día, obliga a una serie de trabajadores a tumbarse en el suelo. Luego los va aniquilando uno a uno de un disparo en la cabeza. El último, hace tiempo que sabe la suerte que correrá, pero además, cuando llega hasta él, escucha el disparo metálico y el cargador se ha vaciado. Tranquilamente, el oficial saca uno nuevo de su cinturón, retira el gastado, repone el nuevo, carga y dispara. Esos segundos, con la cara del nazi concentrado en acabar su acción, resultan de una inquietud extrema, mientras abajo, el judío espera su momento y los que quedan, sumidos en el dolor y la duda de si serán los siguientes, sienten la terrible culpa que explicaba Primo Levi, de no haber hecho nada, de desear la vida propia por encima de todas las cosas, en un acto egoísta que define al hombre mejor que cualquier otra cosa.
Deseo, en este último día del año 2013, que nunca se olviden las lecciones de la historia.