La lluvia en Barcelona

La lluvia, como accidente meteorológico, funciona de manera desigual en esta ciudad. Ya saben el dicho, que nunca llueve a gusto de todos. Pues bien, en Barcelona, esa máxima no es ya indicio del gusto de sus habitantes, sino que la propia ciudad se rebela ante lo que representa una cruel injerencia en sus asuntos cotidianos, que solo lucen con el sol vibrante del mediodía, o con el gusto salobre del aire húmedo del mar. Y el aire, cuando llueve, no es salobre sino áspero y emponzoñado del olor a tierra.

Barcelona en los días de lluvia se vuelve gris de tal manera que resulta difícil distinguir la mancha de lo limpio. Los semáforos incluso se envilecen y se declaran en huelga. El tráfico, por lo demás caótico a diario, se convierte en una trampa infernal para el desaprensivo usuario del autobús que ese día, en previsión, ha decidido utilizar el transporte privado. En los trabajos, la gente está de mal humor, porque los alegres habituales (motoristas y ciclistas) han tenido que abandonar su transporte habitual por el metro, que rezuma gente por las puertas, como un mecanismo mal engrasado. Los ancianos, doloridos por el reúma y la artrosis, utilizan sus últimas fuerzas para arrebatarte el paso protegido bajo los aleros. Los padres de familia ven su día modificado porque no pueden llevar al parque a sus retoños, embarrados hasta las cejas por la novedad que cae del cielo.

La falta de costumbre aviva las sospechas de malestar generalizado, dolor de cabeza, dolor localizado de las articulaciones y en la garganta, boca seca y una disminución significativa de los reflejos en los funcionarios, que anuncia una próxima baja. Y esas sospechas alimentan la preocupación. Y la preocupación, como todo el mundo sabe, hace disminuir las defensas y las sospechas se convierten en evidencias al día siguiente, si vuelve a llover, o al día siguiente si debes hacer alguna gestión en algún lugar público y aguantar las eternas horas de cola por las bajas sobrevenidas.

La lluvia en Barcelona es una catástrofe de la que solo disfrutan los vascos y gallegos expatriados. Estos últimos, desde sus bares o sus taxis.

gallego bajo la lluvia

Escoger el momento

A lo largo de la vida, uno va sintiendo a veces sus pasos pesados, con huella. En ocasiones, esos pasos se vuelven ligeros e intrascendentes. Durante un tiempo, eso está bien; te hace seguro de no molestar, de no causar malas digestiones a los que te rodean. Pero a la larga, puede parecer que tu paso por el mundo ha sido más un sueño que una realidad, un figurar más que un hacer en su sentido estricto. Observador y no actor. Y eso, a veces depende en gran parte de las habilidades de cada uno, de su capacidad para destacar (o no), por encima de los demás, de la constancia o tenacidad, de la consistencia de sus aprendizajes o la inconsciencia de sus actos. Pero otras muchas veces, apenas es un esquilmado reflejo de la realidad. Eso que podemos caer en denominar sin alejarnos demasiado de la verdad, como oportunismo.

El oportunismo, como todo el mundo sabe, es la capacidad de saber estar en el momento adecuado en el lugar adecuado. Esa gente que siempre encuentra el alero bajo el que cobijarse durante el aguacero. Aquellos que tienen el olfato para seguir a sus congéneres cuando hay que seguirlos y detenerse en el momento en que se van a despeñar por un barranco.

Esta semana murió Günter Grass, premio nobel, alemán e ínclito integrante de las SS en su juventud. Durante muchos años, se ha considerado que su primera obra, El tambor de hojalata, es una obra caudal de la refundación de la Alemania post Segunda Guerra Mundial, una especie de pica de Flandes sobre la que empezar a construirse como nación, a asumir el pasado y apechugar con un presente que no acababa de arrancar. A partir de ella, tres más; una cada dos años, para culminar la refundación de la nueva Alemania. 

Más allá de la indudable calidad de su obra como escritor, me parece importante que, en estos tiempos de banalización de la cultura, reflexionemos sobre la manera en que la opinión de los prescriptores se dedica a construir la futura historia. La importancia del libro seguramente pueda entenderse más bien como reflejo de un momento social que como espita iniciadora del mismo. Es decir que, para que esa novela emerja como fundamental para entender un movimiento, tal vez ese movimiento hubiera empezado ya a fraguarse mucho antes y no solo existiera ya en el momento de publicarse la novela, sino que fuera algo evidente a simple vista. 

Pero, a lo que vamos: el bueno de Günter supo estar en el momento adecuado cuando fue necesario. En un momento, a un lado; en el siguiente fotograma de la historia, en el contrario. Salvando las distancias en nuestro país, que pasamos por lo mismo pero sin la elegante imaginería nazi, varios escritores adictos a la causa fueron perseguidos ―es un decir, claro; como mucho, un tirón de orejas― por la censura. Así, a bote pronto, se me ocurren Camilo José Cela y Torrente Ballester.

El caso de este último resulta muy ilustrativo para el asunto que nos ocupa, ya que era dueño de unas ideas que en la siempre dura lucha política, fueron cayendo en desuso hacia 1950. Las ideas falangistas ―o nazis, que no deja de ser muy parecido― hubieron de dejar paso a las nuevas ―o viejas― tendencias del Opus Dei, que empezaron a copar los ministerios y, en general, cualquier puesto cerca de la oreja de Franco. Como consecuencia, los censores dejaron de ser falangistas para ser curas, de la diócesis o afines. Las novelas de Ballester, llenas de individualismo y sexo, empezaron a ser mal vistas y tuvieron que pasar por la censura. También las de Cela. Eso los convirtió en héroes de la democracia, al lado de los muertos Machado y Lorca. Evidentemente, no están al mismo nivel, ni en cuanto a su actitud ante la vida ni a su obra. ¿Quién se acuerda hoy de Torrente Ballester?

Günter Grass, como tantos otros, también supo escoger su momento. Solo cabe poner en solfa, aunque no haga tanta falta porque en Alemania los periodistas preguntan, todos los datos para juzgar a un personaje. Y con los escritores y otras personas que viven de sus opiniones, los detalles importan.

Apuntes sobre escritura. El artículo

El artículo es un género periodístico (más que nada porque se suele publicar en prensa), en el que el autor expone su opinión sobre algún tema de interés (general o particular). Para escribir un buen artículo no es necesario ni que el tema sea del todo general (es decir, interese a muchos), o que, aunque interese a pocos, sea de alta intensidad (es decir, a los pocos que interese, interese mucho; es decir, sean unos freaks de cuidado). Pero sí es necesario generar un interés sobre lo que se va a decir. A veces eso se consigue con un buen título que enganche, o simplemente teniendo una legión de seguidores. Esto último no garantiza que te vayan a leer una segunda o tercera vez. Pero sí hay varias cosas que considero fundamentales para escribir un buen artículo.

La primera de ellas, es que la sucesión de las reflexiones sea progresiva, vaya enlazando los párrafos hasta llegar al final, en el que se expone la tesis. Como todos los buenos decálogos de escritura, este se puede romper a la primera exponiendo la tesis en el párrafo introductorio.

La segunda podría ser que el tema suscite algún tipo de polémica. Si algo de lo que opinamos es común y no tiene discusión, no vale la pena tratarlo. ¿Para qué? Mejor dedicarse a otros menesteres. Pero si algo es polémico, o mejor aún, minoritario, estamos empezando a tener entre las manos un artículo redondo, la piedra filosofal de nuestra sociedad en forma de semanada de diario nacional de gran tirada, la aspiración de todo escritor que se precie: tener una columna en El País.

Si estas dos premisas anteriores se cumplen, necesitas una tercera que conceda el prestigio, la varita mágica de la veracidad, el contraste tupido de la historia: una cita. De alguien realmente importante, me refiero, una mente preclara de su tiempo. Hay que escogerla bien, no tanto por lo que diga, sino por lo que el personaje puede representar. Puedes tomar a alguien que tuvo una vida agitada, pensó mucho y soltó alguna que otra genialidad, y que resulte que luego también se equivocó mucho. Y no solo eso: tuvo el carnet del Partido Comunista en su juventud. Al traste todo el artículo.

Por último, queda la guinda del pastel, el cierre culminante que represente a la vez la esencia perfecta de la reflexión, conceda la razón al articulista (o sea, tú, autor) y, además, engarce perfectamente con alguna idea del principio, para que ese final que toca el principio sea también un trasunto de la vida, ese resquicio por el cual la artesanía, el saber hacer algo bien, se convierte en arte, en algo sublime e inaprensible a lo que solo algunos tienen acceso.

Así que, con estas breves indicaciones y parafraseando al gran poeta Josep Maria Fonollosa, podeís empezar, pues, a escribir vuestro artículo.

La última fiesta

Siempre he oído comentar que algo, un indicio, un gesto, una noticia, fue la señal de que la fiesta había terminado. Lo he leído en Maruja Torres hablando del infarto de su amigo Terenci, en Gore Vidal hablando de su media botella de whiskey diaria, y casi siempre, referido, como en los clásicos, al inevitable tempus fugit. Mediante este blog pretendo escribir mis reflexiones, como verán ustedes, teñidas a menudo de un hálito de pesimismo, a veces jocoso, descreído, y otras veces fúnebre y gris. Depende del día. Así es la novela que trato de acompañar, mi primera novela. Una obra recorrida de un humor voluntarioso, que pretende arriesgar una sonrisa ante el irredento mundo que nos envuelve. Y para ello, qué mejor que recurrir a la figura descastada de Peter Sellers, un personaje a medio camino entre la melancolía y la hilaridad, que incomoda y descojona a partes iguales.

Espero, pues, sus ánimos y su hombro en este largo camino que supone entregar una obra a la imprenta (o al world wide web, eso es lo de menos).

Un efusivo saludo.

Alberto

Winter Sleep

De algunas películas, uno se queda con una sensación de agradable bienestar que le recorre el cuerpo. Mientras se degusta esta película turca de una factura impecable, uno va sintiendo cómo la mente se impregna de ese estado, como si fuésemos un vaso que se va llenando. Todo en esta película va creciendo como si estuviésemos accediendo, desde el truco de la sala a oscuras, a un fragmento de la vida. A medida que la película avanza, uno va simpatizando con los personajes. Desde el protagonista, que se presenta como un sufridor, dedicado a escribir, a crear trabajo, a vivir su vida de rico en un entorno deprimido de la manera más honesta posible (él no tiene la culpa de ser rico), hasta enfrentarnos con un individuo que bajo esas maneras apaciguadas, dulces, vive en una frustración constante por no ser capaz de contentar a todos, por no ser capaz de imponer su esencia (que se esconde bajo su comportamiento) al resto de personas. Su despótica urbanidad, su amarga condescendencia hacia su joven esposa, su tolerancia sumisa y falsa para con su hermana divorciada a la que ofrece un refugio cuando en realidad ella tiene el mismo derecho que él a vivir en ese lugar, su aparente comprensión hacia los problemas de su comunidad pero su intolerancia contra la precaria higiene a la que empuja la miseria, llenan esta película de pequeños detalles que enriquecen el universo que la conforma. 

Todos y cada uno de los detalles se van insertando como en un rompecabezas para construir aquello que los que nos dedicamos a la ficción, llamamos verosimilitud. La progresiva llegada del invierno, que al principio es un viento, una rojez en la cara, una subida de cuello en el interior cálido junto a una estufa o la puesta a punto del coche para afrontar la dura estación, acaba cuajando en una fuerte nevada, que aísla más todavía a los personajes y los confronta no solo a la dura realidad que los rodea, sino a un desafío todavía más auténtico: ellos mismos. Los personajes deben afrontar sus  problemas con aquello con lo que cuentan, apoyándose los unos en los otros, aquello que han sembrado, mientras la descarnada belleza de la Capadoccia se va cubriendo de un manto blanco cruel e impasible, de un estatismo exasperante. 
Por esto, Winter Sleep es una película que, a través de la minuciosidad en la recreación de un universo posible, permite acceder a algunos de los secretos mejor guardados de la ficción: el punto de vista del autor y la construcción de los personajes. La opinión del espectador se modifica a medida que avanza la acción,  mostrando lo necesario para que un personaje sea simpático o retorciendo el discurso hasta que eso mismo por lo que el personaje ha caído en gracia lo transforme en un ser odioso. Y uno, como espectador se siente cómplice de ese proceso, a ratos culpable por haber considerado a un personaje culpable y en otras ocasiones culpable por haberlo considerado un déspota sin haberse detenido a contemplar qué era lo que lo empujaba en una u otra dirección. Rara capacidad en estos tiempos de sombras y grises la de empujar a la reflexión, al detalle, a las cosas pequeñas.

La ciudad (in)habitable IV: La crisis

Cortesía de serbarrendero.blogspot.com
Cómo no hablar de la crisis en estos tiempos que corren, verdad? También podría hablar de Lance Armstrong, pero debería reprimir las arcadas. O de la operación puerto, que es otra muestra más de lo penoso de la justicia de nuestro país, pero perdería el conocimiento al recordar la imagen del guardia civil sacando bolsas de sangre de una caja de cartón. ¿Sigue teniendo clientes ese carnicero llamado Eufemiano Fuentes? Supongo que los deportistas profesionales no tendrán tele… Ni los del comité ético del Colegio de Médicos, si es que existe tal departamento, puesto que el señor Fuentes (inocente hasta que se demuestre lo contrario, ¡en cajas de cartón!), sigue ejerciendo.
En fin, después de esta pequeña digresión os hablaré de manera anecdótica de un suceso acaecido en esta fascinante y cosmopolita ciudad que es Barcelona, una ciudad completamente (in)habitable. Paseaba por la zona del Port Vell, por uno de esos lugares en los que la ciudad comienza a desvanecerse entre calles amplias que no conducen a ningún lugar, túneles que desaparecen bajo la montaña (màgica, claro, como no podía ser de otra manera en esa Barcelona de cuento) y edificios semiabandonados, con gasas macilentas en sus ventanas sin cristales y tiznes negros de carbonilla en las paredes. Antes de llegar al encajonamiento que provoca la montaña de Montjuich y el mar, el Poble Séc termina poco después de las tres Torres, otras tres torres que convierten a Barcelona en una ciudad capicúa. Pues por ese lugar, la ciudad vieja todavía tiene prevalencia y los edificios construidos la pertenecen, vinculando el asentamiento de la ciudad a la llanura junto a la montaña que proveía de piedra para construir, como muy bien se puede leer en ese bodrio llamado «La Catedral del Mar».
Bien, pues iba yo admirando las primeras estribaciones de la vegetación, y la larga recta que asciende a la montaña por aquel lugar, cuando diviso por el final del paseo a uno de esos trabajadores de Barcelona Neta que se distinguen por su traje fosforito, a la vez homenaje y orgullo de una profesión. Curiosamente, el personaje parecía no mover los pies al desplazarse, cual monje tibetano en estado de conjunción con el cosmos que levita y se desplaza sin esfuerzo por el espacio. Al acercarse más puedo por fin discernir el acontecimiento. Descubro, atónito, que la señora barrendera (ahora distingo que es mujer) se desplaza en Segway. Intento no mirar demasiado, como cuando te cruzas con un borracho o con un quemado y primero te horrorizas, luego finges que no te has horrorizado con la vista puesta en otro lado, luego vuelves a mirar para comprobar que lo que has visto es cierto y que, además, eres capaz de mirarlo como a cualquier otra persona que pasea por la calle. En ese instante mis ojos se cruzaron con los de ella y me di cuenta de que no, no era capaz. No pude aguantar su mirada. Un Segway. Qué puentes no construirán, o qué fórums no se les antojará celebrar si los barrenderos se desplazan en Segway… Pocas cárceles tenemos en este país para esta gentuza sin escrúpulos que nos gobierna.

Barcelona, la ciudad (in)habitable I

Skyline imaginado. Faltan el sol y la paela.
Barcelona tiene una importancia relativa en La última fiesta. Es la ciudad en la que viven los personajes y en la que se desencadenan los hechos que han empezado en otros lugares tan distantes como la Costa del Sol, Islandia o Afganistán. Su aparición está vinculada al viaje a la gran ciudad, a la Barcelona turística que se visita, pero también a la ciudad que acoge la emigración en los años 70, la niña mala del franquismo, donde existía un ápice de libertad o de travesura que no acababa de llegar a rebeldía y que en el resto del país ni llegaba siquiera a atisbarse. Pero Barcelona es también un lugar de paso, un hogar transitorio en el que hacerse un hueco hasta encontrar el lugar definitivo. Una macrociudad que devora, cuyas cuestas empujan hacia el mar, ya no tan sucio como antaño pero tampoco sano. 
En mi experiencia de habitante disgustado durante años, de niño del extrarradio y de visitante hastiado de las colas del centro, la ciudad adolece de muchos de los defectos de las grandes conurbaciones, exagerados en ella hasta límites inauditos al comprobar la diferencia entre los lugares frecuentados por el turismo de masas y los barrios donde viven sus habitantes. «La ciutat de les persones» que reza el marketing institucional que pagamos entre todos y nunca he sabido para qué sirve, debería matizarse y concretarse en «les persones» que vienen aquí a gastarse la pasta. Qué saca la ciudad de todo esto, es una pregunta que deberían hacerse los que siempre tienen a punto el sintagma «La marca Barcelona».
Quema del Convento de las Escolapias, durante la Setmana Tràgica.
Pero también hay una parte que me gusta, que de vez en cuando me reconforta y que relativiza mi desprecio. Barcelona es también una ciudad de rincones perdidos, de barrios de gente y monumentos de historia humilde, anecdóticos o de heroica mínima. Vivo en Camp de l’Arpa, un barrio de calles estrechas que supo poner freno a ese monstruo cuadriculado y ruidoso que es el Ensanche (no entiendo las sucesivas reivindicaciones acerca de su instigador y de los que lo construyeron: desde aquí quiero dejar claro que el Ensanche, l’Eixample o como lo queráis llamar, es un monstruo). Las expropiaciones se encontraron con la resistencia vecinal allá por los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX y que conserva un encanto menesteroso, de tiendas abiertas (gestionadas por inmigrantes en su mayoría) y vecinos hablando en mitad de la calle que deben subir a la acera en las pocas ocasiones en que un coche pasa. Un barrio trabajador de noches desérticas y fiestas pobladas, de mañanas de barra de pan y tardes de castañas, de familias y okupas y huertos vecinales autogestionados. Un barrio con personalidad y que puso freno a un Ensanche que, de otro modo, quién sabe si hubiese llegado hasta Zaragoza. 

La última fiesta

La Última Fiesta es el proyecto de novela en el que ahora estoy metido. En ella trato de desgranar, mediante tres personajes diferentes, la crisis de identidad al entrar en la edad adulta y el encuentro con la generación precedente en un mundo no elegido por ellos, por los jóvenes, que les llega en herencia con sus virtudes y sus taras. 
Hoy, en este contexto de crisis en el que los ciudadanos nos hemos visto abocados sin saber muy bien por qué (y mira que nos lo explican a diario, por activa y por pasiva, en todas y cada una de las tertulias de este país), Islandia se yergue como el país al que aspirar, la plasmación de una democracia real, posible, en la que el pueblo tiene mucho que decir. Por eso, empezaré a hablaros de mi novela con unas imágenes que he ido recogiendo en la red de ese lugar, inhóspito a veces, pero en el que sus habitantes han sabido sobreponerse a las circunstancias como ningún otro en la actualidad.

Os dejo un enlace en el que explican mejor que yo por qué Islandia.

http://www.grita.org/wordpress/islandia-la-revolucion-silenciosa/