Barcelona, la ciudad (in)habitable III: Chernóbyl

Quien vaya teniendo una edad no puede dejar de recordar una catástrofe de las que marcan para toda la vida, que en su momento tuvo una repercusión semejante a la de los tsunamis de Japón y de Tailandia: el desastre de Chernóbyl. De hecho el holocausto nuclear, perífrasis que engloba el terror al progreso de una energía temida y temible, se engloba en ese topónimo. Chernóbyl es hoy en día el lugar del horror, un pueblo abandonado en donde sólo se aventuran periodistas en busca de notoriedad. Nadie vive en sus aledaños.

Hace poco se decidió en referèndum que
las torres se conservarían en el futuro
espacio público. 

En Barcelona hay un sitio conocido así popularmente y es uno de esos lugares que definen a una ciudad. Barcelona, como todas las grandes ciudades, está hecha a costurones, puntadas, la mayoría de las veces azarosas, o cuando menos no planificadas, por las que se cuela la miseria o el lujo, la espontaneidad, la belleza y la horripilante dejadez de la puerta de atrás. Barcelona está en la ladera de la sierra de Collserola y limita por el sur con el río Llobregat (cuyo curso ha sido modificado en un alarde de progreso que tal vez un día se acabe pagando, porque las aguas siempre vuelven a su curso) y por el norte con el río Besós, tradicionalmente infecto y hoy convertido en parque fluvial y simultaneado por gays y pescadores en su desembocadura. Pues bien, un poco más allá de la ciudad, en uno de esos pueblos limítrofes que se diferencian de un barrio únicamente por el mobiliario urbano y a veces ni por eso, se recorta majestuosa contra el mar la silueta de las tres torres de la antigua térmica de Endesa. A la sombra de sus más de 200 metros de altura, la maleza se mezcla con la arena de la playa, con el hormigón de los conductos oxidados y un pequeño laberinto de túneles y puentes y caminos construidos al abrigo de los pasos arrastrados de quien allí se acerca fuera del verano. En su mayoría yonkis que van a picarse y a ofrecer sus favores sexuales y viejos que los compran.

Este Chernóbyl, como el otro, es un lugar decadente, acabado o en trance de ser despiezado, teñido del veneno invisible del progreso, que deja fuera a quien no osa subirse a su tren. El que por allí pasa no puede dejar de verse contaminado por el conocimiento de la puerta de atrás, por lo que implica una gran ciudad, con sus luces y sus sombras. Y ese veneno no deja indiferente porque en realidad cataloga más a una ciudad que cualquiera de sus rascacielos, sus monumentos de insignes arquitectos del pasado (en esa Barcelona que alterna Calatravas con Gaudís, estas tres torres con el inmediato Fórum), o sus más famosas avenidas.

La macabra danza de la muerte

A medida que va pasando el tiempo y vamos profundizando en esta crisis que, aseguran quienes no saben gestionarla, tiene la culpa de todos los males que nos acechan, uno va teniendo la sensación de que la última fiesta ya la ha vivido. 
Un recuerdo. Con cariño
Recuerdo especialmente unas palabras de Maruja Torres a la luz de su enésima reivindicación al ganar el Planeta o algo así, un reconocimiento importante vamos, en las que aseguraba que uno de los golpes más fuertes que había vivido a lo largo de su trayectoria vital fue la muerte de su querido amigo Terenci Moix. Aquello fue el aviso de que los buenos tiempos habían concluido, de que el tiempo de la felicidad había tocado a su fin. Bien, pues esto es una llamada a la rebeldía. Desde aquí os lo digo: prefiero ser Terenci que Maruja. Que el final me llegue antes de que nadie me asegure que ya no puedo ser feliz, que yo avise a que me avisen, aunque eso implique desaparecer. Y lo digo en estos tiempos de suicidios y caraduras con desparpajo que aseguran que la culpa es de los otros por embarcarse en hipotecas que no pueden asumir. Que no nos pisen la alegría.
Una sonrisa hasta la despedida. Nunca
olvidaremos esas canciones nasales (no las
inventó Dylan) ni el cómo están ustedes.
Desde este modesto estrado digital os aseguro que todavía nos quedan muchas celebraciones por hacer y que todo llega en esta vida. La semana después del fallecimiento de Miliki, un día realmente triste, también podemos vanagloriarnos de que Fraga murió ya, que hace ya un año que celebramos la muerte de Pinochet, y que debemos confiar en estos momentos de zozobra en que a cada cerdo le llega su San Martín y que, más pronto que tarde, veremos a muchos responsables políticos y económicos sentarse en el banquillo. Tal vez pase mucho tiempo y todavía tengamos que lidiar con la desesperanza, pero siempre llega.
En la edad media eran muy populares las danzas de la muerte, en las que un personaje que la representaba acudía anualmente a hacer su juicio y se llevaba a todos por delante, desde el rey hasta el mendigo. El pueblo necesitaba saber que los desmanes eran castigados finalmente con el mismo destino inexorable para todos. Al menos en eso, seguimos siendo iguales, aunque unos tengan un acceso menos restringido a los cuidados paliativos. Si tenéis interés, todavía hoy se conserva la tradición de una de esas danzas de la muerte en el Empordà, en el pueblo de Verges, lugar de nacimiento de personajes tan dispares (o no) como Lluís Llach y Francesc Cambó.
Y si no, no desfallezcáis; de momento ahí está Islandia. Y al paso que vamos, igual el país se queda vacío. A ver entonces, quién les hace el trabajo sucio.