Las últimas fiestas

Dice Sánchez Ferlosio que ‘Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes’. Valga esta frase para iniciar un breve recorrido por lo que se denomina, en términos generales, hacerse mayor. A medida que uno avanza en la lectura de las aventuras de Sherlock Holmes, uno descubre que sus vicios apenas se reseñan al principio de su actividad. Después, las alusiones de Watson se mueven entre lo ambiguo, pero no clarifican más allá del humo denso de sus pipas o de los arriesgados experimentos químicos. Tal vez se preocupe por la salud y haya ya aparcado los excesos de la loca juventud.
Alejandro González Iñárritu
Iñárritu, el insigne director de ‘Amores perros’, vuelve a la carga con la enésima reinvención de Michael Keaton, el que fue Bitelchus, el que fue Batman y ahora es un hombre pájaro del que nadie parece acordarse. Y en la entrevista que le hacen en El País, no para de aludir a un lejano viaje de juventud, a bordo de un barco llamado Toluca, con el que ascendió por el Mississipi, llegó a España, a Marruecos, a Italia… La sensación que recorre el texto es que las luces de la fiesta están a punto de apagarse. Y sin embargo, sigue trabajando, buscando, rodando películas en la desembocadura del Bow, a 30 grados bajo cero. Alejandro G. Iñárritu ha pasado la frontera de los 50 años.
El próximo serás tú
En Verges, un pequeño pueblecito de l’Empordà, se sigue celebrando un atávico vestigio de otros tiempos: la Danza de la muerte. Es un vestigio porque hubo un tiempo en que este tipo de danzas eran muy celebradas por todos los rincones de la vieja Europa. En ella, los diferentes personajes van desfilando ante la muerte. Todos y cada uno de los integrantes de la sociedad se enfrentan, igual de despojados, igual de solitarios y desnudos, ante la muerte. Y es una fiesta popular porque la gente humilde se vanagloria y celebra que, en ese duro y último momento, no valgan castillos ni blasones, ni mútuas privadas ni cuentas en Suiza. A esa última fiesta llegamos solos y todos llevamos la invitación en el bolsillo.

La macabra danza de la muerte

A medida que va pasando el tiempo y vamos profundizando en esta crisis que, aseguran quienes no saben gestionarla, tiene la culpa de todos los males que nos acechan, uno va teniendo la sensación de que la última fiesta ya la ha vivido. 
Un recuerdo. Con cariño
Recuerdo especialmente unas palabras de Maruja Torres a la luz de su enésima reivindicación al ganar el Planeta o algo así, un reconocimiento importante vamos, en las que aseguraba que uno de los golpes más fuertes que había vivido a lo largo de su trayectoria vital fue la muerte de su querido amigo Terenci Moix. Aquello fue el aviso de que los buenos tiempos habían concluido, de que el tiempo de la felicidad había tocado a su fin. Bien, pues esto es una llamada a la rebeldía. Desde aquí os lo digo: prefiero ser Terenci que Maruja. Que el final me llegue antes de que nadie me asegure que ya no puedo ser feliz, que yo avise a que me avisen, aunque eso implique desaparecer. Y lo digo en estos tiempos de suicidios y caraduras con desparpajo que aseguran que la culpa es de los otros por embarcarse en hipotecas que no pueden asumir. Que no nos pisen la alegría.
Una sonrisa hasta la despedida. Nunca
olvidaremos esas canciones nasales (no las
inventó Dylan) ni el cómo están ustedes.
Desde este modesto estrado digital os aseguro que todavía nos quedan muchas celebraciones por hacer y que todo llega en esta vida. La semana después del fallecimiento de Miliki, un día realmente triste, también podemos vanagloriarnos de que Fraga murió ya, que hace ya un año que celebramos la muerte de Pinochet, y que debemos confiar en estos momentos de zozobra en que a cada cerdo le llega su San Martín y que, más pronto que tarde, veremos a muchos responsables políticos y económicos sentarse en el banquillo. Tal vez pase mucho tiempo y todavía tengamos que lidiar con la desesperanza, pero siempre llega.
En la edad media eran muy populares las danzas de la muerte, en las que un personaje que la representaba acudía anualmente a hacer su juicio y se llevaba a todos por delante, desde el rey hasta el mendigo. El pueblo necesitaba saber que los desmanes eran castigados finalmente con el mismo destino inexorable para todos. Al menos en eso, seguimos siendo iguales, aunque unos tengan un acceso menos restringido a los cuidados paliativos. Si tenéis interés, todavía hoy se conserva la tradición de una de esas danzas de la muerte en el Empordà, en el pueblo de Verges, lugar de nacimiento de personajes tan dispares (o no) como Lluís Llach y Francesc Cambó.
Y si no, no desfallezcáis; de momento ahí está Islandia. Y al paso que vamos, igual el país se queda vacío. A ver entonces, quién les hace el trabajo sucio.